Título: Dual
Autora: Lain - TOBARESS@aol.com
Publicado: IorixKyo Archive / Cualquier otro lugar, pedir autorización primero, gracias ^^.
Resumen: (no se entregó un resumen)
Disclaimers: Iori Yagami, Kyo Kusanagi y KOF, son propiedad de SNK.

 


Dual

Y cuando la Luna y el Sol se unan, entonces nada tendrá sentido. Así se dispuso desde el comienzo, así es como está escrito. No en papeles ni paredes, sino en el polvo sobre el viento, sino en la sangre que impregnó memorias que obstinadamente no quisieron (decidieron no) olvidar, sino en la línea que es la historia. Ellos dos son el día y la noche, y como tal, están destinados a no unirse nunca jamás. Sin siquiera haberlo elegido, sin siquiera saber cómo es que terminaron así.

Kyo pensaba en Iori. Iori pensaba en Kyo. Así era. Así eran. Con un aire melancólico e indefinido. Como las noches sin luna o los días nublados. Y los dos no entendían nada. Crecieron sin entender nada. Uno sonriendo porque le parecía era su obligación. El otro como el mármol negro, como una sombra sin rostro, dejando su estela distintiva, esa estela de humo y fuego. Eso eran. Así eran. Las dos caras de una misma moneda. Y las ventanas en las habitaciones eran diferentes y a la vez las mismas. Todo para ellos era un algo sin sentido, pero eran parte de un equilibrio que nunca llegaron a comprender, y quizá ni siquiera intentaron hacerlo. Ellos hacían lo que hacían porque esa era una razón para vivir. Lo hacían porque habían sido criados para eso. Lo hacían porque les gustaba, bien en el fondo. Lo hacían para verse. Lo hacían para odiarse. Para encontrarse con sensaciones comunes. Para saber que no estaban locos, porque compartían un algo indescifrablemente mutuo. Ellos -a su manera, se entendían.

Iori suspiró, exhalando su bocanada de humo gris. Un cigarro medio muerto, medio usado, humeando entre sus dedos helados. La noche era tan hermosa, pero él no lo sabía. Muchas cosas eran hermosas, pero para él eran lo mismo; la misma maldita cosa. Y en un intento frustrado de comprenderse así mismo lo llevó al vaso medio lleno de un licor ambarino. En un bar atestado de gente que reía, ebria felicidad ignorante, manoseos prohibidos por la etiqueta o la lucidez ahora aceptados por el refugio de la noche. Era todo un mar de estupidez. Todo. Y quizá él manejaba el fuego, un fuego imposible y púrpura, ese fuego maldito. Y quizá su cabello fuera llameante, rojo, como sus ojos, como la pasión. Pero él, él no era más que una pared de hielo. Lo aceptaba. Y quizá solo estuviera vivo cuando peleaba. Cuando peleaba con Kyo. El resto de su vida carecía de utilidad, salvo cuando se desplazaba con su música como el agua. Y habían tantas cosas hermosas en el mundo…

***

Kyo suspiró. Su habitación a oscuras. El hombro desnudo de Yuki que asomaba por entre los pliegues de la sábana blanca, y su respiración lenta y pausada, y sus curvas que se alzaban tiernas y que eran iluminadas por la luz de las estrellas. Había tanta ternura en ella, tanto amor que intentaba devolver. Pero él, lo que era él, su esencia y todo su ser, estaban en otra parte. Y quizá ni siquiera había disfrutado tanto ese momento, dentro de ella, al unirse. Y quizá no había significado tanto para él esa unión, la primera de las miles que le seguirían. Y quizá verla en esa cama era lo último que hubiese querido nunca. Pero así estaba escrito, así se lo habían ordenado las circunstancias y decisiones no pensadas. No sólo sus padres, sino también la obligación, sino también unos designios que no eran ordenados por nadie, pero que allí estaban. Además, ya se había cansado de buscar una vida normal, una vida en la cual sus preocupaciones actuales no fueran sino una suma de malos recuerdos que podían, simplemente, ser borrados. Iori también se había cansado. Eso lo sabía bien. Los dos estaban cansados de preguntas sin respuestas y de respuestas que no decían nada. Y los dos se estaban muriendo. Y sin embargo en ése momento, al estar recostado con una mujer hermosa a su lado, una mujer que estaba seguro daría lo que fuera por él, podría decir que estaba satisfecho con todo lo que poseía. Pese a todo, no lo estaba. Nunca estaba satisfecho. Miró hacia la ventana. La vasta propiedad de los Kusanagi. Inmensos árboles alzándose, negros e infinitos en esa fracción del tiempo, sobre la mata de hierba ahora azulada por la tenue luz nocturna. Y allí, bien en el fondo, un cielo oscuro que todo lo cubría. Y allí arriba, la luna y las estrellas. Y más lejos, más y más lejos, ese algo desconocido. Ese algo infinito.

***

12 de Diciembre.

Su cumpleaños.

Mi cumpleaños.

-Ahora, Kyo, esta noche harán una gran fiesta en tu honor, y espero que te comportes. Es evidente que hay algo que te preocupa, pero olvídalo aunque sea por hoy, no empañes la alegría que deberías estar sintiendo ahora-.
-No te preocupes Yuki, hoy estaré feliz por ti-.

Ella lo miró con una sonrisa en el rostro y mil preguntas en la mirada. Últimamente Kyo se veía demasiado pensativo, ido en un mundo interior al cual ella no pudo entrar, y eso le preocupaba. No le gustaba ese Kyo pensativo, ese Kyo con el ceño fruncido, ese Kyo que al parecer la fecha de cumpleaños le resultaba totalmente ajena. Pero no podía hacer nada, eso lo comprendía muy bien. Y nadie podría hacer nada tampoco. Él se dejó vestir, sin mirarse en el espejo, sin dirigirle una mirada al sastre que le confeccionaba su traje. Eso también era extraño, el que no intentara contradecir a la idea entusiasta de sus padres, cuando ciertamente las vestimentas informales eran sus favoritas. Miró su largo vestido de raso negro. Miró sus zapatos. Miró sus pulseras y la exhuberancia. Miró la paz en la cual Kyo se ahogaba. Con una sonrisa triste salió de la habitación. “Una de las tantas habitaciones”.

***

Kyo miraba sin ver las decenas y decenas de rostros que sonreían y presentaban sus respetos y sus regalos (por horas pensados y pensados, porque seguramente no es fácil comprarle algo a un luchador que ya lo poseía todo). Ese día en particular no tenía ganas de ser, precisamente, cortés. Así que solo replicaba, lo más sutilmente que podía, y devolvía una sonrisa impersonal. Salió al azulado balcón. El bullicio y las risas y los sonrojos y las anécdotas lo estaban matando, como esos cuchillos imaginarios que se le clavaban una y otra vez, y que se movían cortando la piel y la carne. Miró hacia allá, a lo lejos, donde los árboles se alzaban. Un ligero viento helado que le estremeció la piel. Miró hacia las ventanas, con todas las luces de la casa encendidas, con el distante sonido de la música y de las risas. Reprimió el gruñido desviando la vista. Los árboles erguidos se veían invitantes. Lo invitaban con sus movimientos de ramas y sus canciones de hojas inexistentes. Lo invitaban a compartir un momento silencioso en medio de la amable oscuridad. Un momento de soledad. Un maldito momento a solas. Suspiró. Estaba rodeado de gente… pero se sentía tan solo. Vacío. Él trataba de no cuestionarse este tipo de cosas. Él era un tipo duro que jamás debería preocuparse por eso. Él era un tipo duro con mucha suerte, poseía todo lo que deseaba, era querido por miles de personas, era feliz. Era un luchador de sangre guerrera, de un orgullo enhiesto y sonrisa de triunfador. ¿Entonces por qué?

El tipo duro comenzaba a menguar. Era tal el vacío que era imposible pasarlo por alto, como un gran agujero negro donde no se podía ver nada y por donde desaparecía todo, y donde cabían miles de posibilidades del por qué estaba ahí. Deseó tener un vaso de alcohol en la mano. No lo tenía. Y no quería entrar a buscarlo tampoco. En el bolsillo derecho de su abrigado saco había un sobre repleto de dinero. Miró hacia la casa, su casa. Miró hacia los árboles, un algo desconocido, la promesa de un algo desconocido, de un camino incierto. Miró a la casa nuevamente. Saltó del balcón, de ese segundo piso, hacia el suelo del jardín. No había tiempo para pensar ni para lamentarse ni para retractarse. Simplemente era el momento para salir corriendo de allí, para olvidar y pasar por alto el que estaba vestido con traje y más de mil dólares en el bolsillo derecho de su saco, y sobretodo, para pasar por alto el hecho de que era su cumpleaños y que se celebraba una increíble y suntuosa fiesta en su nombre.

Corrió lo más silenciosamente que pudo. Esquivando los árboles que le decían ‘adiós’ con sus ramas retorcidas. Tratando de no encontrarse, de evitar, a los ninjas que custodiaban todo el perímetro. En su rostro, blanco por el frío, se formó una sonrisita traviesa. Ese “crío” que era él se despertó ante la travesura, ante la idea de hacer algo que estaba mal, ante la mera idea del bochorno, de la furiosa indignación que sus padres sentirían a la hora de los honores cuando no encontraran en ningún lugar al hijo que los hizo orgullosos. Y corrió más fuerte, su largo saco tras él como una extensión de su gran cuerpo, como una sombra ‘real’. Nubecillas de vapor, que parecía humo, abandonaban sus labios entreabiertos, la respiración cada vez más dificultosa. Y una risa histérica y ahogada escapó de su cuello cuando trepó por el alto paredón, y cuando saltó, y cuando sintió esa inercia típica cada vez que volaba rápidamente hacia abajo, cuando caía pesadamente al suelo cubierto de nieve. Miró hacia atrás una vez más. Todavía podía desistir, regresar con la cabeza baja y cumplir con lo que se suponía debía cumplir. El alto paredón gris se alzaba frente a sus ojos, paredón de ladrillos ennegrecidos cubiertos de musgo añejo, presencia física que se encargaba de cercarlo, de mantenerlo encerrado tras un mundo donde las consideraciones familiares, las obligaciones familiares, las costumbres y venganzas y asuntos pendientes que concernían a la familia, eran lo más importante. Tan o más importante que el mundo exterior, aquel que se extendía allí lejos, la ‘realidad’ para todo el resto; tan importante que el resto carecía de importancia. Meneó la cabeza, miró hacia delante, hacia el horizonte. Y se lanzó hacia una nueva carrera, una carrera loca y sin sentido, porque ya se había cansado de tanto pensar y de darle vuelta una y otra vez a un asunto que por el momento no tenía respuesta alguna. Él era un tipo duro que, decidió, durante esa noche no se preocuparía por nada.

***

El reflector lanzaba esa endemoniada luz blanca que lo cegaba por completo. Decidió no mirar tan arriba, no le gustaba cerrar los ojos y ver la luz blanca en vez de la oscuridad que buscaba cada vez que bajaba los párpados. Cantar se había vuelto la única solución a sus problemas. Esos escasos problemas existenciales tan inútiles, esos problemas que prefería evitar, que prefería adormecer en una cama o en un vaso. La guitarra que acariciaba, cada cuerda en sus dedos, el sonido que escapaba de ellas. Una batería allí lejos, un bajo también, un piano eléctrico, amplificadores, la bendita electricidad. La luz que lo dejaba ciego y que borraba todo rostro que se alzase frente a él, convirtiéndolo en el único ser viviente bajo ese rayo blanco, sin la necesidad de pensar en nada en concreto. Bendita la nada que se apoderaba de su cabeza cuando cantaba. Todas sus ideas morían como un tren descompuesto que ya no puede avanzar sobre las vías. Cantó sin emoción, como lo hacía cada vez que se percataba de que recibía dinero a cambio de eso; cantó sin pasión, como lo hacía cuando pensaba solo en sí mismo y en nadie más. Cantó con una voz fría que fue, como siempre, ovacionada por todos los presentes en el bar. Terminó la canción que cantaba. Se puso de pie. Esos movimientos maquinales, los mismos movimientos que hacía noche tras noche, cuando terminaba su ‘show’. Lanzó la guitarra al suelo. Simplemente la dejó caer. Seguramente alguien la recogería luego, la pondría en su estuche; él no debía, ni tenía, que preocuparse por eso.

Pisó los cables que serpenteaban por el suelo negro. Bajó las escalinatas. El pequeño pasillo blanco se extendió frente a él. Caminó. Sus largas zancadas, las botas tintineando con ese sonido metálico. Su mano corrió el flequillo rojo de su frente, y por una milésima de segundo sus dos ojos cansinos y dorados fueron vistos por… nadie. Nunca se descorría el cabello en público. Una costumbre que nació de la nada, pero que le brindó esa reputación temida y tenebrosa, esa reputación de animal frío y calculador. Le gustaba saberse frío y calculador, le gustaba mantener la calma, los nervios tranquilos bajo la presión. Que le agradaba la muerte y la soledad, la sangre y la desesperación, era innegable. Que le gustaba pelear, golpear, ser golpeado, sangrar y sufrir. Un hueso roto, todos los huesos rotos, qué importaba? De todas formas iba a morir joven, le gustase o no. Aprendió a aceptar esa realidad, aprendió a aceptar muchas cosas. Aprendió a abrirle la puerta a la soledad. Y esas cursilerías de morir solo, y que nadie llorase por su pérdida, y que a los ojos del mundo él jamás existió… esas eran idioteces de idiotas sentimentales. Todo el mundo moría y nadie se enteraba. Y él, él iba a desaparecer así como así, y por ser odiado por todos y temido y respetado… seguramente en su funeral no asistiría nadie. Ni siquiera sus propios padres. Pero sería recordado por ser un grandioso luchador que participó en el King of Fighters. Abrió la puerta de su improvisado camerino. Sonrió con algo de desfachatez. En realidad no necesitaba de camerino alguno, pero tampoco quería ver la cara de nadie, así que se encerraba en ese pequeño cuarto vacío para meditar.

Como siempre, la luz estaba apagada. No la encendió tampoco, no había necesidad. Maquinalmente se movió entre las sombras, sin tropezar con nada, porque no había nada que se interpusiese en su camino. De hecho, ese camerino no era más que una habitación vacía. Se sentó en un rincón. Le gustaban los rincones. Dos paredes frías que lo contenían por un rato, con los brazos abiertos, sosteniéndolo un poco pero dejándole toda la libertad del adelante. Ladeó la cabeza hacia un lado, sintiendo como la música, acordes y letras y melodías corrían por sus venas junto al fuego púrpura. Las dos cosas esenciales en su vida. Movía un pie marcando el ritmo. Una canción cínica rebelde. Una canción vacía de toda calidez humana. Una canción helada y deliberadamente oscura. Esas canciones que solo cantaba para él mismo. ¿Quién podía culparlo? Siempre había vivido para si mismo, para Kyo, y para nadie más. Las metas que se había impuesto hacia tanto tiempo, después de muchas golpizas, resignado. Y quizá al comienzo lo hacía por obligación. Pero ahora se sabía fuerte, se sabía capaz de abandonar todo si quisiera, sin importarle nada ni nadie. Así y todo no podía hacerlo, no podía escapar, porque había comenzado a amar su *trabajo*, la encomienda milenaria. Era una maldición. Su maldición que llevaba a cuestas, ahora ese peso siendo aliviado por unas gotas de placer. Por que ahora no lo hacía por alguien, lo hacía porque su sangre, sus deseos, toda su pasión se iba con cada una de las peleas que mantuviera con Kusanagi Kyo. Odiaba a Kusanagi Kyo. Mucho más que a su propia familia, esa familia que no eran más que fuertes grilletes de plomo, que eran la cadena que no se soltaba nunca del muro que lo cercó cuando no tenía poder de decisión.

Muchas veces intentó imaginarse otra vida; afuera, en la India, en Europa, en América, África. Nunca pudo hacerse la idea, armar esa ilusión. Le resultaba repulsiva. Vestido con simples tejanos, una camisa raída, o una túnica de simple tela negra. ¿Qué haría allí? ¿Pelear con imbéciles? ¿Cultivar plantas? ¿Cuidar ovejas? Fumar marihuana, masticar hojas de coca, tomar hasta caer inconsciente, todo para volar y volar. No existía otra vida más allá de la que ya tenía. Eso era un hecho, tan verdadero como la misma verdad, tan maldito como su propia existencia. Cerró los ojos que ya tenía cerrados, interiormente cerró los ojos que permanecían abiertos. Solo un momento más. La oscuridad por un momento más.

***

No tenía la menor idea de dónde estaba. A esa altura, con la respiración entrecortada y con la piel tan o más helada que la fina nieve que caía en esos momentos, cualquier lugar que estuviera abierto y con la promesa de un buen trago caliente era tentador. Caminó unos minutos, el paso rápido que despertaba cierto eco casi inexistente en el aire congelado, la luz de neón viejo que iluminaba su cabeza con un brillo extraño, urbano, sucio y pegajoso. La ciudad que debería ser no era. La ciudad de luces eternamente prendidas, de interminables caravanas de bocinas y maldiciones, de edificios tan altos como el mismo cielo, no existían en ése lugar. Luces viejas como esas vidas ya gastadas y cansadas de tanto existir, amarillentas y con esa tos desgarradora, en forma de parpadeos intermitentes. Las bocinas se escuchaban a lo lejos, bien a lo lejos, ese murmullo arrastrado por el viento y los copos blancos. Ese viento y esos copos que venían del lado donde la luz si brillaba eternamente, donde las caravanas de humo y bocinas y ese mar de gente y dinero que era la zona comercial. Ahora, donde él caminaba, no existía nada de eso. Como la zona olvidada por los constructores de ciudades, por la mano de esos dioses, esa que siempre permanece gris y abandonada, el lugar para los pobres. Casas bajas, callejones sucios, silencio estancado como un muerto. Y frío, mucho pero mucho frío. Apretujó el sobre con dinero entre sus dedos desnudos. Cualquier cosa por algo caliente. Mil quinientos dólares a cambio de una taza de café. Siguió caminando, el tipo duro que era él se había extraviado, perdido cuando se cansó de correr, de escapar. Sus pies se movían más que nada por inercia, paso a paso, cada vez más adelante, sin detenerse. Uno, dos. Uno, dos. Taconeo, aire. Taconeo, aire. El camino trazado por un péndulo que eran sus pies, cada extremo un paso más, pisando la nieve que comenzaba a acumularse en las veredas abandonadas.

Caminó todavía más, la oscuridad del neón y la mugre de los suelos. Podría asegurar de que andaba en círculos, porque todas las calles se parecían. Las mismas puertas, los mismos edificios, el mismo silencio. Apretó aún más fuerte el sobre con dinero, como si esos billetes verdes le infundieran algún consuelo, como si esos billetes trajeran de vuelta al tipo duro extraviado para poder reprocharle, para exigirle que se hiciese cargo de la situación que no era tan emocionante como se la había imaginado mientras corría. Y, como si el tipo duro hubiera llamado al azar, del silencio estancado brotó música. Una música fría y lejana. Miró para todos lados. Se maldijo en silencio. Cayó en la cuenta de que el sonido no se ve, sino que se siente. Así que siguió la estela del sonido que lo llamaba hacia esa promesa de un trago caliente. Caminó. Apuró el paso. Se estaba acercando cada vez más. Apuró más el paso, corrió. Y llegó frente a una puerta de madera, esa puerta que ahogaba el sonido de la música que, a pesar de todo, se había escapado y había llegado aparar junto a él, hipnotizándolo. Atrayéndolo. Abrió la puerta, afortunadamente no estaba cerrada. No se sorprendió al ver decenas y decenas de rostros ebrios, felices, colorados, blancos. Una mezcla de etnias, de colores, de sonidos, de lenguas. Cuando abrió la puerta, el calor humano y la corriente de voces casi lo tiraron al suelo. Estridente. Un alivio le hizo sonreír vagamente. Gente. Algo.

Miró en derredor unos segundos. Era como una especie de bar, o algo similar, pues había música techno y nadie bailaba. Todos estaban sentados en los sillones de los privados o sillas de las mesas que se desperdigaban sin orden por la espaciosa sala. Los solitarios ocupaban lugares cerca de la barra, de cara al resto de la gente los que no le temían a la soledad, mirando los licores aquellos que preferían pensar solo en sí mismos y en sus problemas. Se acercó a la barra, caminando lento y con un brillo de gratitud en sus ojos. Estaba feliz. El tipo duro, que ya no estaba, no podría hacer comentarios acerca de su cursilería.

-Hola-
-Buenas noches, señor-
-¿Café?-
Ante la mirada desconcertada del barman, Kyo carraspeó.
-Algo que me haga entrar en calor, algo dulce… eh… verás, no soy muy dado a las bebidas fuertes, entiendes…?-.

Porque era cierto, más allá de la cerveza o, de vez en cuando y para ocasiones especiales, sake, no bebía más. A pesar del tipo duro que llevaba adentro, a pesar de ser un luchador supuestamente adulto e independiente, seguía siendo el niño de familia que toda madre desearía tener. El barman asintió con la cabeza, ocultando tras una sonrisa de amabilidad y comprensión una maldición a los pobres diablos consentidos. Kyo miraba en derredor, algo andaba mal en ese lugar, había algo que le despertaba una sensación de desconfianza o algo parecido.

-Su bebida, señor-.

Kyo miró el vaso que se alzaba en la mesa, frente a sus ojos, erguido y quieto. Un líquido rojo se mecía lentamente en su interior. Acercó el vaso a su rostro, olfateó. Olía dulce. Le echó una mirada de reojo al barman. “Bueno -pensó- a ver qué tal…”. Bebió un sorbito. Algo dulce, como lo había pedido, con sabor a algo que no podía descifrar con exactitud. Tenía la palabra allí, sabía de qué era, pero cuando la buscaba, ésta ya se había ido a los confines de su mente. Cansado de buscar el nombre de ese dulce, siguió tomando. Y en realidad, esperaba un ardor en el estómago que nunca llegó, salvo quizá una hormigueante sensación de calidez que se extendió por todo su cuerpo. Estaba más feliz que antes. Eso era justo lo que estaba buscando.

-Ah, esto es justo lo que estaba buscando…-.

El barman gruñó algo que Kyo no logró escuchar, pero a esa altura, con el vaso aún colgando de sus dedos, no le dio mayor importancia. Ahora estaba mirando a todos los que le rodeaban, y notó que cierto aire era común en todos y cada uno de ellos. Sin duda había ido a parar a esos lugares secretos para un selecto grupo de personas que conocían de su existencia. Y él, él que no compartía ni de lejos esos rasgos andróginos y -en cierta manera vampirescos, había parado a ése lugar secreto de casualidad, justo cuando andaba buscando esa promesa de un algo caliente. Resultaba ser una secreta promesa. Todos y cada uno de los individuos que ocupaban lugar en el “bar”, se movían de una forma tal que parecían sombras, gatos, o las dos cosas. Todos bien pálidos y más bien calmos. Y a pesar del ruido persistente de la música y de las voces que se alzaban junto al grado de ebriedad, existía una calma pesada que abarcaba cada rincón, cada labio, cada palabra y cada lánguido gesto. De repente todo el mundo hizo silencio. Apagaron las luces. Apagaron la música. Se apagaron las voces casi de repente, todas al mismo tiempo. Él, desubicado y sorprendido, estaba perdido entre tanta oscuridad. Sin embargo no se oía nada, ni el sonido de pasos, ni el de roce de telas, ni las respiraciones de ninguno de todos los presentes. Quizá a eso se debía esa mala sensación en su cuerpo que latía bajito, esa vocecita de alarma que ahí estaba, inquieta. Movía la cabeza para todos lados, y en todos lados encontraba lo mismo. Nada. Dejó de preocuparse cuando cayó en cuanta de que no tenía que hacerlo. Si alguien se pasaba de listo, incendiaría el lugar. Por segunda vez en la noche, un cartel que rezaba “Estúpido” brillaba sobre su cabeza castaña.

De repente, tan de repente como cuando todo se apagó, unos reflectores iluminaron una especie de escenario pequeño. Tres o cuatro rayos se unían para crear un camino recto y demasiado blanco, demasiado luminoso, que golpeaba sin misericordia a una sola persona. A un hombre que, sentado en una silla, entrecerraba los ojos, sus manos en una guitarra eléctrica, la boca cerca de un micrófono. Otras luces, ya de color azul y sin duda menos importantes que las estelares, enfocaban a un grupito de hombres dispersos en el resto del escenario que se encargaban de acariciar otros instrumentos. Kyo miró bien. Miró una vez. Miró dos veces. Volvió a mirar de nuevo, sin creerlo, ya sin ganas de volver a hacerlo. Allí, sentado como si estuviera en un mundo aparte, estaba Iori Yagami en persona. Frunció el ceño, como si con eso pudiera enfadarse, pero no podía. Después de un ratito, aún en silencio, aflojó ése ceño. No tenía ganas de enojarse esa noche, era su cumpleaños, estaba feliz, estaba prácticamente solo. Sonrió, la fugaz imagen de sus padres, las caras de resignación, ira, pena se alzaron frente a él como una cosa palpable. Sonrió un poquito más. Todavía estaba a salvo. Y entonces escuchó la voz de Yagami, vacía, simple, masculina. Las guitarras, los pianos eléctricos, baterías, todo eso sonaba distante y apagado frente a la voz de Iori. Y él se sorprendió un poco, porque hasta el momento no se había dado cuenta que Iori tenía en su voz ese algo que tenían las sirenas, un algo de hipnótico. Y quizá él lo notó más que ningún otro desconocido, quizá porque lo único que solía escuchar de esos labios eran cinismos, o un simple “Es hoy, Kyo. Hoy es el día”, o un “¡Muérete!”. Suspiró. Balanceó el vaso de líquido dulce, lo colocó frente a sus ojos. Frente a su vista, sentado y distante, un Iori bañado en sangre.

-Vodka-
-En seguida, señor Yagami-.
Cuando salió del camerino, ya un poco más en paz consigo mismo y con el resto del mundo, ignoró a todo y a todos. De alguna manera estaba cansado, quería emborracharse bien y caer en cualquier lugar para poder dormir. Las luces estaban ya encendidas, la música techno, la gente hablando, todos en ese calidoscopio de voces, miembros, vasos, cabezas, calores, perfumes…

-Mira qué pequeño es el mundo… hola, Yagami-.

Giró la cabeza hacia la derecha, como en cámara lenta. Al lado suyo, un asiento vacío. Al lado de ese asiento vacío, Kyo Kusanagui. Seguramente habría estado tan cansado que no se dio cuenta de la presencia de su “eterno rival”. Seguramente por ese enorme cansancio físico y mental no tenía ganas de pelear tampoco. Y seguramente por ese cansancio hubiera preferido no haber escuchado la voz de Kyo, seguir perdido entre su mar de pensamientos que desembocaban a ningún lugar, terminar de emborracharse bien, dormir. Ahora, por obligación o algo, debía ponerse de pié, salir afuera, pelear. Ganar o morir. No tenía ganas.

-Hola- respondió, alzando el vaso y de un golpe beber su contenido. No movió la cara, el vodka pasaba ya como el agua.
-No sabía que cantabas por aquí-.
-Ah…-.

Se quedaron en silencio. ¿De qué podían hablar? ¿De los torneos? ¿De la vida? ¿De sus peleas? Kyo enfrentó su vaso medio lleno con una expresión de lástima. Iori, frente a su vaso vacío, tenía la cara pétrea y blanca, como siempre. Y qué cosa más rara, así estaban bien. No hablar, no decir nada. No nos conocemos. No pasa nada. Kyo, al ver que Iori se acercaba a la barra, creyó que tendrían que enfrentarse… una vez más. No se movió de su lugar, no miró a Iori, sino que se distrajo con la gran variedad de licores que adornaban estantes en diferentes formas y colores. Los músculos tensos, esperando el momento en que sintiera una mano posándose rudamente en su hombro, y una invitación al callejón que desembocaría en fuego, sangre y dolor. Y Iori después se sentó casi a su lado, salvo por ese asiento vacío que los separaba. En apariencia, parecía no darse cuenta de que él estaba allí. Y ahora, intercambiaron palabras como si nada, como si se conocieran desde hacía mucho tiempo y que hasta entonces no tuvieron oportunidad de hablar como la gente habla. Ciertamente así se presentaba la situación. Era extraño. Y novedoso. Tenía un sabor a adrenalina.

-Hoy cumples años, no es verdad?- murmuró Iori, haciendo señas al barman para que le sirviera otro trago. Kyo observó detenidamente esos gestos, lentos y cansados, y esa actitud ciertamente tan fuera de lugar. Le extrañó el conocer al otro Iori, aquel que parecía ser tan normal -dentro de lo que podría considerarse como ‘normal’, aquel tan diferente a la bestia descontrolada que era cuando peleaban. Tampoco pudo evitar hacer cierta comparación.
-Si…-.
-¿Y?-
-Y nada, absolutamente nada. Me siento igual que ayer, que antes de ayer, que la semana pasada. No entiendo en qué cambia esto, lo de cambiar de años digo-.
-No tiene sentido, salvo quizá la de deprimir a las mujeres-. Movió las comisuras de los labios, casi nada, al tiempo en que tomaba el nuevo vaso de licor, y de otro trago se bebía todo.
-O para tomar conciencia de que uno se vuelve cada vez más viejo… no nos queda mucho tiempo, Yagami. Realmente nunca nos quedó mucho tiempo a nosotros dos-.
-No… no tuvimos suerte…-.
-Tal vez si, tal vez no… como solo tengo esta vida, y tú solo tienes la tuya, no sabría decirte. Porque quizá tú consideres que mi vida es suertuda, y yo crea que es un infierno. Y quizá considere a tu vida como emocionante, y tú como el infierno-.
-¿Sabes una cosa? No sabía que hablabas tanto-.
-Por algo tengo tantos amigos...-.

Los dos se rieron… un poquito. Fue casi casi una risa forzada, una pizca de humor, un poquito de gracia. Kyo apretó el sobre con los billetes. Se mordió los labios. No sabía si si o si no. Resolvió el asunto con una simple frase: “Hoy yo hago lo que quiero. Hoy solo existo yo”.

-Disculpe- el barman se acercó despacio, sus movimientos como si estuvieran bajo el agua, el rostro caído típico del que tiene sueño y ganas de no hacer nada. -Sírvale a todo el mundo-. Sacó el sobre con dinero, lo colocó de un golpe sobre la madera. El barman gruñó de nuevo, contrariamente a lo que Kyo esperaba. El barman tomó el dinero y lo metió en una caja. Después de eso se quedó quieto, parado, frente a él.
-Eh, sírvale a todo el mundo, le acabo de pagar para que lo haga-.
-Nadie me está pidiendo nada, señor-.

Iori se rió. Casi como una burla. Ahogó los comentarios ácidos con una risa aún más ácida. Se puso de pié. Carraspeó un segundo, aclarándose la voz.

-¡¡BEBIDAS GRATIS!!- gritó. Todos se dieron vuelta y miraron al hermosísimo cantante pelirrojo, aquel que había capturado más de un corazón ahí sin siquiera proponérselo. Todos se callaron unos instantes, la música también. -Cortesía de Kusanagi Kyo, que hoy quiere festejar con ustedes un año más de su vida- exclamó, dejos de burla, dejos de verdad, dejos de indiferencia.

Kyo, en su lugar, quieto como una piedra, sonrió lo mejor que pudo. Todos lo estaban mirando. Todos pensaban que, al parecer, Iori solo se juntaba con gente hermosa. Lo miraron apreciativamente. Él se puso nervioso. Todos se pusieron de pié y un “Happy Birthday” dio paso a la música, a las voces, a la risa, a una ola de gente que se les venía encima con exclamaciones y sonrojos. Kyo se sentía bien. Se sentía más unido a toda esa gente, a esa gente que eran puros desconocidos, que le daban la bienvenida a cambio de un par de tragos, y que seguramente lo olvidarían el día de mañana. Así estaba bien. Que se olvidaran rápidamente de él, que lo dejaran tranquilo. El barman, por su parte, se puso más huraño porque tenía que ponerse a trabajar.

El tiempo parecía escurrirse tan deprisa. O mejor, el tiempo no parecía transcurrir, sino que todo se desplazaba a su alrededor de forma tan vertiginosa, borrosa. Había terminado de beber ese líquido rojo, dulce y delicioso, y ahora se sumaba a Iori con el vodka, con kirsch, con un surtido de bombas alcohólicas, mientras hablaban de todo un poco, mientras se reían de muchas cosas, mientras se unían a conversaciones ajenas y discutían y afirmaban con la fuerza de los ebrios. Ahora no eran más que dos hombres, dos hombres que podían entenderse porque, simplemente, no se conocían. Y ahora podían hacerlo, podían conocerse. Y nadie podía reprocharle su falta de precauciones, nadie podría recordarle su labor como hijo heredero de un clan de tradiciones, porque hoy no era Kyo Kusanagi. “Hoy yo hago lo que quiero. Hoy soy lo que soy, solo existo yo”. Hoy era su cumpleaños y podía olvidar si quería el hecho de que, en el cumpleaños de Yagami, tuvieron que pelear hasta el cansancio, yendo a parar -como sucedía usualmente- a las camillas de hospitales que probablemente ya hayan usado con anterioridad. Ahora, en esos momentos, solo tenía ganas de bailar, de unirse a un loco frenesí de borrachera, donde todo estaba permitido, donde él si quería podía matar y todos le iban a aplaudir.

Kyo se levantó de su asiento, medio torpe, medio idiota, medio inconsciente. Caminó un poco hacia la masa movediza de gente que bailaba, que estiraba los brazos hacia arriba, por sobre las cabezas bamboleantes que sacudían cabellos empapados en sudor y perfume, los pies que se movían sin cesar en el suelo, las caderas ondulantes. Se unió a ese mar de carne, de desesperación, de alivio, de fiebre. Se unió, se movió, onduló, gritó. Bajo el flequillo mojado, sus ojos invitaban a Yagami a que se le uniera. Vamos, ven a bailar conmigo. Vamos, deja de beber y únetenos. Ven, te espero. Vamos, vamos, ven. De repente sintió que necesitaba estar cerca de la mole pelirroja que era su contrincante por naturaleza. Ese hermoso hombre, esa hermosa mole pelirroja. Se lo atribuyó a la euforia, y como ese día era sólo para él, decidió que no tenía que darle importancia a ese tema, que por ese día podía hacer lo que quisiera. Y si quería encamarse con Iori (cosa que hasta el momento nunca se le hubiera ocurrido), entonces lo haría. Y si quería matarlo, también. Y si quería compartir una amistad fugaz, entonces hablarían toda la noche hasta que el sol se asomara allá a lo lejos, y el tendría que volver a ser quien no quería ser. Tendría que se lo que los demás querían que fuera, y lo que su “yo” presente le obligaba a ser.

Iori le vio desde lejos. Ahí estaba Kyo, todo sacado, fuera de razón. Se había puesto de pié, así de repente, cuando se internaban en una interesante conversación. ¿Qué harían antes de morir? El grupo de gente que lo rodeaba y que debatía ese tema, que se había unido a la conversación que mantenía con Kyo, habían enmudecido cuando el muchacho moreno se puso de pie y se fue. Esa media docena que eran, incluyendo a Iori, siguieron todos y cada uno de los movimientos de Kyo. Lo siguieron mudos, medio sonriendo, medio entristecidos. Y cuando lo vieron bailar, tan dejado, tan salvaje y fascinante, no le quitaron los ojos de encima porque ya no tenían ganas, porque más allá de ese cuerpo que se iba despojando de la ropa que le ahogaba no existía nada más. Y Iori lo veía sacudirse como un poseso, veía esos ojos castaños que lo invitaban a unirse al descontrol. Y no sabía qué hacer.

-¿Desde cuándo lo conoces?- le preguntó una chica morena, de tez bien oscura, de ropa bien ajustada, de voz bien dulce y seductora.
-Desde siempre- escupió Iori, un poco de melancolía, un poco de mal humor.
-¿Y? ¿Son amigos?- preguntó un muchacho, muy parecido y muy diferente a Kyo.
-No… no creo-.
-¿Pareja?- aventuró otro, más parecido a Iori, pero infinitamente más diferente.
- …nunca-
-¿Lo odias?-
-Supongo, no estoy seguro. Debo matarlo-.
-Ah, qué interesante-
-Si, lo es-.

Iori también se puso de pie. Porque tenía que matarlo y en esos momentos no tenía ganas de hacerlo. Kyo lo miraba, sonriendo perversamente. Estaba totalmente enardecido, las mujeres y hombres que lo rodeaban lo tocaban como si fuera un tesoro, acariciaban su piel con suavidad y lujuria, y él se sentía el centro de esa lujuria. Y la sensación era casi adictiva, quería más.

***

El cuerpo le temblaba descontrolado. Eufórico y adormecido a la vez. Sus miembros le pedían un descanso a gritos, y ya estaba por amanecer. Allí adentro no tenía frío, estaba bien, a gusto. En la oscuridad, sin que ninguna luz lo pudiera tocar, sin que nadie lo pudiera ver ni llamar. No podía pensar en nada coherente en esos momentos, las ideas se hilvanaban de una forma tan ridícula que perdían todo sentido, y le gustaba ese caos de cosas sin sentido. Se apoyó contra la pared. Algo le faltaba, notó. Algo que de todas formas no echaba de menos, pero que no podía evitar notarlo. Pero al ver un par de ojos rojizos, oscurecidos por la pasión, lo olvidó. No tenía la menor idea de cómo había terminado con Yagami en una habitación vacía, tampoco supo a ciencia cierta del como se dejó arrastrar hasta allí, dejarse tocar, desear ser tocado por unas manos nada consideradas que dejaban marcas. Deseaba que esas marcas nunca se borraran de su piel. Así se veían bien, le hacían sentir bien, y por momentos no tenía ganas de revelarse ante esa persona que -en cierta forma- lo estaba dominando.

Estaba en el rincón de esa habitación oscura. Y más allá del placer carnal, más allá de sus propios gemidos y más allá de la respiración agitada del pelirrojo que golpeaba pegajosamente su rostro, se dio cuenta de que no habría lugar más indicado para pasar ésa noche. Le gustaba ese rincón. Especial y solamente ese rincón. Adelante sólo tenía a Iori, estaba aferrado a Iori con brazos y piernas, mientras se apoyaba cada vez más en ése rincón que lo sostenía con fuerza. Se restregaba en ese rincón y en el cuerpo duro de Iori, y sentía que por momentos no podía haber nada más, que el mundo estaba compuesto solo por esas dos cosas. Lloró en silencio, los ojos cerrados, de dolor y placer y de felicidad colmada. Iori le mordía el cuello con fuerza, lamía la piel, apretaba esos dedos largos en sus costillas, lastimándolo. Apretaba su gran cuerpo contra el suyo, y ahí estaba el rincón, recibiéndolos. Y él, él intentaba fundirse con locura, aferrándolo con desesperado con piernas y brazos y boca, porque sabía que en cualquier momento ese Edén sería borrado por la luz del día, y el rincón sería solo un rincón, y Iori solo sería Iori. Aquel con quien tenía que enfrentarse, aquel a quien tenía que vencer. Y, a pesar de todo, deseaba prolongar ese momento hasta el infinito y a la vez deseaba que todo terminase. Sacudió su cabeza hacia ambos lados, el cabello húmedo acompañando su exagerada gesticulación, hasta que terminó echándola hacia atrás bruscamente, apretando los párpados que ya estaban caídos, entreabriendo los labios. Quería arrancarse la ropa, quería que Iori se arrancara la suya, quería encontrar algo que no sabía qué era.

Abrió los ojos, despacio, y encontró la mirada seria del pelirrojo. Intentó sonreír, pero no pudo hacerlo. Intentó abrazarlo más fuerte, pero le fue imposible. Solo miraba ese único ojo rojo visible de párpados pesados, que brillaba un poco, que no decía nada. Lo miró otra vez, y no encontró nada. Hasta que una sonrisa cruel fue formándose en los labios ahora rojos de Iori, los ojos brillando aún más. Los dedos se internaron aún más en su carne, los brazos lo estrangularon. Echó nuevamente la cabeza hacia atrás, gimiendo más fuerte, de dolor. De placer. De felicidad colmada. En su oído se volcó un suave y ronco “Happy Birthday”, y eso fue lo último que escuchó.

***

Despertó, un tanto aturdido. Apenas abrió los ojos los cubrió con su brazo, los endemoniados rayos del sol entraban por la ventana, quemándolo. Encegueciéndolo. Maldijo a quien se atrevió a descorrer las cortinas. Maldijo al dolor de cabeza que palpitaba ya, cuando ni se había despertado del todo. Se dio vuelta, apoyando todo su peso del lado izquierdo. Se encontró con Yuki, desnuda, cubierta solo un poco por las sábanas blancas. Sus curvas dulces se alzaban tan suaves, alzaban las sábanas, un poco más cuando respiraba. Todo el cabello desparramado en la almohada. Su cuello alargado y pálido. Parecía feliz. Él también estaba desnudo. No entendía nada. No debería estar ahí, en su cama. Y Yuki tampoco. Y todo le dio vueltas, giró y giró, gimió, sosteniéndose la cabeza con ambas manos. Sentándose, con los ojos cerrados, las manos a ambos lados de su cabeza, meciéndola suavemente de un lado a otro. Y en la oscuridad interior vio varios flashes de la fiesta que se había celebrado allí, en su vasta propiedad. Y vio a todos y a cada uno de sus invitados, los invitados de sus padres. Vio los rostros satisfechos de todos, vio la expresión preocupada de su novia. Vio las ceremonias. Vio todo. El brindis. Las copas. Los regalos. Vio el rostro de Iori Yagami casi devorado por las sombras, alzándose entre todos esos recuerdos que no deberían ser recuerdos, que no deberían existir, susurrando un “Happy Birthday”. En sus labios un gustito extraño, dulzón, a esa bebida roja que el barman le había dado y de la que todavía no recordaba el nombre. Y entonces fue cuando se sintió completo. Ahora, en ese momento, estaba él, Kyo Kusanagi, y él, el tipo duro. En la fiesta familiar, solo había estado Kyo Kusanagi. Y el tipo duro, al final, resultó ser el cursi.

~ * ~

The End

~ * ~

Free Web Hosting